Ya van 9 meses que estoy en Alemania y a medida que más observo a la gente de acá, más profundas son las diferencias que encuentro, o que me encuentran...

Por mayor cantidad de velos que hayan dando vueltas en la calle, por mayor cantidad de turcos o personas de piel oscura que haya, por más gente con rasgos asiáticos que se encuentre, por más globalización y cosmopolitismo que se hable, a uno siempre lo van a hacer sentir diferente. 

Un pequeño gesto basta. No es necesario pronunciar palabras hirientes para diferenciar. Tan solo en un segundo, un gesto basta para entenderlo todo. Y es ahí donde uno se pregunta qué es lo que  está haciendo mal ¿Sólo por lucir físicamente diferente o por tener un acento al hablar basta para que te frunzan el ceño y te miren con mala cara? ¿Acaso piensan que uno les va a robar o que les va a pedir algo? 


Mi mujer dice que no son los alemanes el problema sino los europeos en general. Yo creo que es una guerra silenciosa de todos contra todos. Pasa acá como en cualquier lugar. Incluso en Argentina. El tema es que en la «casa propia» uno no cae tan rápido porque no se puede percibir tan fácilmente porque cree que está entre los suyos. Pero esa guerra de diferencias siempre está. En las miradas desaprobadoras, en los apodos, en el cuchicheo alevoso, en las risitas cómplices, en los comentarios sin fin alguno. Es una constante lucha. Blancos y negros, ricos y pobres, gordos y flacos, extranjeros y locales, etc. Y no sólo entre «opuestos» sino también entre «iguales». Basta con que el pobre tenga un pedazo extra de pan para que lo apunten con el dedo índice de forma inquisidora. 

Cansa esa diferencia. A veces me pregunto cuál es la solución correcta ¿Alienarse y dejar de ser uno o mantenerse fiel a sí mismo? Mi cabeza me mantiene aún en la segunda opción.

0 comentarios:

Publicar un comentario