Verde que te quiero

©Fenrir

Mi primera vez por estos pagos fue en pleno invierno, allá por febrero de 2011. Días nublados, fríos, con nieve, lluviosos y un poco de rayos de un sol que, avergonzado, se asomaba muy pocas veces fue el resultado de un mes de estadía en materia meteorológica. Los árboles pelados, marrones y tristes terminaban de coronar el paisaje dándole el título nobiliario de «Lúgubre».

Mi segunda vuelta al viejo continente fue distinta. Si bien las nubes siguen sin dar tregua en varias ocasiones, la imagen ante mis ojos es completamente nueva. La estación del verano todo lo cambia. Todo es verde, se escuchan pájaros cantar por largas horas, los árboles despiden un aroma riquísimo que hacía años que no respiraba. Las flores hacen de las praderas verdes un crisol de colores increíble y los arroyos corren lentamente con su agua cristalina cruzando la inmensidad del bosque.

©Fenrir

Este contacto con la naturaleza en forma tan prolongada lo tuve muy pocas veces. Como dije anteriormente en un post, lo más cercano a esto en Buenos Aires es la Reserva Ecológica o quizás algún parque lo suficientemente grande en donde no se escuche el ruido del tránsito lindante. Si no, la otra alternativa son los llamados «Bosques de Ezeiza» pero con la salvedad de que para disfrutar el verdadero silencio y tranquilidad que el bosque puede ofrecer es necesario ir un día de semana a menos que se quiera experimentar lo que yo pasé y que conté en este post.

De alguna forma u otra me gusta este cambio en la forma de vivir. Es lindo despertarse con el canto de los pájaros en vez de con el paso de camiones por el empedrado de la calle. Lo admito, en este aspecto el lugar en el cual me encuentro es mejor que mi barrio porteño. El paisaje también es un plus y el hecho de que no haya tránsito excesivo por las calles termina impactando en, por ejemplo, un buen sueño. Hacía rato que no dormía tan bien y sin interrupciones. Quizás sea la tranquilidad de la zona, quizás sea el colchón o quizás sea el hecho de haber dejado varios fantasmas del otro lado del océano. Realmente no lo sé, sin embargo que ha impactado positivamente en mi calidad de vida en estas ya 2 semanas es una realidad.

©Fenrir

No obstante, con tanto verde a mi alrededor, tanta tranquilidad y «tan poca oferta no natural» en el pueblo me siento un poco aislado. Es algo que ya se lo plantié a mi mujer y que creo que surge por el hecho de no tener mucho para hacer momentáneamente. Aún no compramos los pases para el colectivo por lo que si quiero ir a Aachen (Alemania) tengo que pagar € 8 ida y vuelta. Un gasto interesante si se tiene en cuenta que un sueldo promedio ronda los € 1200. Por suerte mis suegros se mueven entre el pueblo y la ciudad muchas veces así que en varias oportunidades tenemos el transporte gratis, sin embargo no siempre uno puede estar pidiendo que lo lleven.

No dudo que haya muchas cosas por hacer. En el fondo todo vuelve a ser nuevo para mí, el verano hace posibles muchísimas cosas que el invierno no permite hacer. Sin embargo necesito mi cuota de ciudad y de frivolidad que, momentáneamente, no es tan fácil de satisfacer. 

El paisaje invita todos los días a salir de la casa, perderse en medio del verde y descubrir nuevos lugares en los alrededores pero no tengo muchas ganas. Me siento pesado, poco útil, no sé ¿Será depresión quizás? Es una palabra que puede sonar fuerte pero que no escapa a mi vida teniendo en cuenta cómo se conforma mi círculo familiar y social. Quizás sea el impacto por lo nuevo, por el hecho de saber que no son simple vacaciones y que no hay pasaje de vuelta a casa para dentro de 15 días. Aún no quiero volver ni extraño realmente mi casa. Todavía no llegué a ese punto aunque sé que no voy a estar ajeno al mismo.

No queda otra que dejar que las cosas se den con el tiempo, que se solucionen ciertos temas burocráticos para así poder llenar la agenda con actividades y así poder hacer valer el tiempo. 

Tiempo que pasa volando.